viernes, enero 14, 2011
AMOR ES ENTRE DOS
Peligro, cuidado si lee esto… no lo deben leer quienes aman a los poemas, canciones, libros o películas sobre el amor no correspondido, porque les va a caer como una patada en el hígado…
Les avisé, y si siguen, no es mi responsabilidad, tengo derecho a decir todas las gilipolladas que desee decir, para eso soy viejo, y los viejos son todos gilipollas, que no saben nada de la vida… De puro impotentes, cuando no pueden portarse mal, se ponen los muy idiotas y seniles, a dar consejos y a pontificar, como si supieran todo... Si fueran tan inteligentes, no hubieran llegado a viejos, serían jóvenes de modo eterno…
Bien, ya les avisé, y ahora hablo…
Basta de masoquismo. Masoch al paredón.
Desearía que la gente no llore por los amores que no son amores, porque el amor es un juego quizá maldito, pero que se juega entre dos. Y no con más participantes, como tres o cuatro. Eso se llama orgía, perversión, lascivia, lujuria, y se hace para que dure muy poquito, tan solo para pasar el rato, para divertirse, que la vida es dura y corta, y no está mal, puede ser divertido, pero no es amor, porque un poco de lujuria, no tiene nada de malo, si nadie pesca nada feo, ni se queda embarazada.
Tampoco se juega entre uno enamorado y otro que se defeca de risa de quien está embelesado, o peor, lo ignora. Por eso no me gustan los tangos como “El día que me quieras”, los boleros y las poesías que le cantan a quien no se interesa por ellos. Y el protagonista ruega, llora, acusa al otro de maldad, crueldad, de frialdad y otras gilipolladas más. Y para colmo de idiotez, el otro tiene todo el derecho del mundo de no gustar del rogante. ¿O acaso el rogante no está dejando de lado a muchas otras personas, que tal vez suspiren por él? Bueh’… si alguien suspira por un llorón sin futuro, mal negocio está haciendo…
Por favor, quienes sufren por un amor no correspondido, busquen otro amor, uno verdadero, que los quiera, aunque no parezca tan brillante como el llorado. O quédense solos, hasta aparezca algo que sea amor recíproco, el único que existe. Y aunque este amor sea pequeñín, poco vistoso, ya lo verán crecer, si todos los días lo riegan y se riegan ustedes mismos, para mejorar. Y así hasta puede ponerse bonito, o lo más importante, eso le va a parecer al enamorado. Y si como El Principito le sacaba los pulgones a su rosa, si cuidan a su flor, todo va a parecer dorado y rosado... Como decía mi madre, “Siempre habrá un roto para un descosido”. Y en la espera, en todo caso, no está de más realizarle algunas ofrendas a San Onán Bendito, pensando en alguien más que nos guste, que no sea la persona que nos ignoró o pateó el trasero con su indiferencia.
El otro amor, el de quien nos ignora, si uno se pone en culto, se llama masoquismo. Y también se le puede decir histerismo. O si se quiere ser vulgar y grosero, gataflorismo, como el de la gata que cuando se la ponen grita, y cuando se la sacan llora. Ojo, eso no es exclusivo femenino, no tiene sexo. También es masculino.
Ese falso amor, es un modo de decirse, engañándose… “Tuve mala suerte en el amor, cuando quise, no me quisieron”, que es una manera perfecta de no inmiscuirse en el terrible dilema paradójico, que es amar y ser amado. Porque amar, siendo querido, significa comprometerse, arriesgar, sacrificarse, luchar por el otro y por uno, para darle lo mejor de sí al otro. Es tener miedo en forma constante, conciente e inconsciente, de que a la persona amada le ocurra algo feo, desde algo pequeñín, hasta la muerte. Y juro que no es fácil. Es más, es bravísimo…Uno algunas veces hociquea, o meta el pata en una vizcachera, y se cae, como cae un caballo, cuando corre con alma y vida, como corren los sentimientos, cuando se ama a muerte. Y digo “a muerte”, porque si no es así, no es amor, es un sustituto, “hasta que aparezca algo”, o “peor es nada”. Eso tampoco es amor.
No dije que esto del amor fuera simple… no hay soluciones mágicas, es como escalar el K 2, la montaña del Tíbet, la más peligrosa del mundo, de cada 5 que lo intentan, mueren 2… proporción pareja con el amor, pero al afecto aún se suele perder en un porcentaje mayor… Uno ve millones de parejas que se crean de la nada, y como pompas de jabón duran lo que ellas. Pero eso no es culpa del amor, sino de pedirle a este, lo que no da. Pero lo que mata al cariño, es el síndrome “La Cenicienta”, o sea la búsqueda de la compañía perfecta. No existe la persona perfecta. Ni siquiera yo, que soy polvo de estrellas…bueno, debo reconocer que todos los demás también lo son… Amar tiene entre otras dificultades, querer al otro, no pese a sus defectos, sino también por sus defectos. Porque esas insuficiencias, convierten a esa persona en vulnerable, y va a necesitar mucho de nosotros, para ser un poco más fuerte. Y el maldito síndrome, hace que las personas inventen Cenicientas y Príncipes Azules, para amarlos. Ven a alguien más o menos agradable, lo compran, lo ponen en un estuche para joyas, lo envuelven con papel para regalo, y muy apurados, ese mismo día, a veces, se los llevan a la casa. Y luego, cuando abren el estuche, se creen que los engañaron, que alguien puso ahí, algo que ellos no eligieron. Y no, se estafaron a sí mismos. La traidora ilusión, hija de la esperanza, es una timadora profesional. El amor eterno se inventó cuando lo gente duraba unos 25 años, y eso con suerte… y la gente era más ingenua, y sólo se contentaba con sobrevivir… y ahora muchísimos quieren encontrarlo, a partir de los 30 ó más aun…y consiguen parejas con más combates que Napoleón y San Martín juntos…llenos de mañas, cicatrices y pretensiones… negocio difícil de concretar… Bueno, después de todo, el amor no tiene por qué durar para siempre, porque la vida no dura para siempre. Pero tratemos de que dure lo más posible.
Por eso me gustan los poemas que le cantan a un momento de placer, de amor, incluso de lujuria. Acepto las poesías y canciones que recuerdan un amor ya pasado, con nostalgia, que es el placer de estar triste, y gozar el estar triste, por algo que existió y ya no está más, pero que puede uno resistirlo, sin quebrarse. Esto se puede hacer, cuando pasó el tiempo, y ya no se puede remontar el río de las pasiones, pero queda el bote mojado de besos, que ya no están, pero se ven con el alma, la de querer.
El amor no se consigue pidiéndolo, y menos rogándolo… Te quieren o no… Nadie te ama porque deseas que te ame. Es más, no debe haber repelente de amor más grande, que te rueguen amor… se siente como que te quieren explotar. O que el otro vale tan poco, que se humilla para lograrnos. Y entonces pensamos que si se degrada tanto, nosotros valemos mucho más en el juego de la oferta y la demanda…
Y también están quienes aman a alguien que ni los tiene en cuenta, y siguen muriendo por ellos. Aquí incluyo a los fan de los famosos, que darían la vida por una noche de sexo con ellos e incluso desprecian a su pareja, porque la comparan con el afiche del famoso. Y aquí suelen ser peores las damas que los caballeros. Que incluso pueden amar, por idealizarlos, y por ignorancia de la realidad, a muchos caballeros que en el fondo, son damas.
Asumí que me voy a hacer odiar por decir todo esto, pero es mi verdad, y tengo ganas de decirla, no de prepotente, sino, porque creo que quizá, salve a alguien, de rodar, cuando están cabalgando en las frágiles alas de lo que se suele creerle unicornio alado que llaman “amor”, cuando es nada más que un juego de niñitos que juegan a la guerra, sin saber lo terrible que es estar en la guerra, donde se puede llegar a ganar, pero siempre se paga un costo alto.
Amen y amén.
domingo, enero 09, 2011
SIGO MOLESTANDO EN FACEBOOK, A QUIENES SE CREEN AMIGOS MIOS.LA DIRECCIÓN ES http://www.facebook.com/profile.php?id=1293047698
SE NECESITAN PERSONAS INTELIGENTES PARA ACLARAR ESTAS DUDAS
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miércoles, enero 05, 2011
UNA TUMBA SIN FONDO, DE AMBROSE BIERCE.
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La foto de arriba es de la santa de mi secretaria Lucrecia.
Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:
-Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.
-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
La foto de arriba es de la santa de mi secretaria Lucrecia.
Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:
-Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.
-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
lunes, enero 03, 2011
¿LAS MUEJRES SON SERES INFERIORES?
¿VIVA EL MACHISMO?
Dios es macho… hizo el mundo solo, y no tuvo madre. Y menos abuelitas, sin siquiera para que lo mimen y lo halaguen… y nunca se casó. Es tan macho, que inventó el refrán “Dime con quien te juntas y te diré quien eres”, y para demostrar lo macho que es, no se juntó con ninguna mujer jamás… Y a su hijo Dios, Jesús, no lo dejó tener esposa, hijos y ni siquiera una simpatía… Todo ese asunto con Magdalena, de que se casó y tuvo una hija, puras mentiras para vender libros, programas y películas…Si cuando creó a un animal superior, sólo se le ocurrió hacer a un macho, Adán…ya de aburrido, y sin querer, un día que estaba jugando al cirujano, le sacó una costilla, y sin querer se le transformó en mujer… Como tiene mucha magia en los dedos, se le escapó… pero fue un accidente, Dios también se equivoca, es humano… si a nosotros nos hizo a su imagen y semejanza… Es más ahora, el Dios cristiano, es tres hombres, padre, hijo y espíritu santo, en uno solo, cosa que nadie entiende, yo tampoco, pero esa tripersonalidad, confirma su machismo… y si metieran a alguna mujer, sería un espanto… ¿tres hombres y una sola mujer…? Mmmm… Si uno entiende algo de psicología, sería desastroso, pero por suerte, no, solo son tres machos, que es menos peor –ya sé que no se dice “menos peor”, pero aquí cabe perfecto -y ni loco hubiera metido tres mujeres también… sería un Dios bisexual, seis personas, un caos… un dios, una diosa, un dios hijo, una diosa hija, un espíritu santo y una espíritu santa… si con tres no lo entiende nadie, imagine ahora con seis… Sigo… Jesús es tan macho, que ni novia tuvo. Ni siquiera una simpatía… 33 años sin nada, lo hace sin dudas de puro machismo. Como casi todos los Papas… Y es como que están casados con Dios, que es macho… Si eso no es machismo, yo soy Marilín Manson, digo Marilín Monroe… Si hasta más o menos el año 1.000, las mujeres no tenían alma… eran sólo tentación diabólica, y no cambiaron mucho. Es más, si Dios no hubiera por error, inventado a las mujeres, uno viviría tranquilo, sin andar caliente como gallo en gallinero, sin tener suegra, cuñadas, sin gastar plata en ropa, para no andar desnudo por la calle, porque si no las mujeres -y no creo que sea verdad- pueden ser ofendidas en su pudor, no seríamos jamás cornúpetos y que al final, todo lo que hacemos, es para seducir a las mujeres, porque ellas, demonios con corpiño, nos tientan… no sé si los curas dijeron que las mujeres tienen alma, para conseguir más clientela, porque son las que más van a la iglesia… perdón, no se dice clientela, sino creyentes…
Los griegos, los creadores de la cultura occidental, bien machistas, inventaron la democracia, pero las mujeres no votaban. Y sus diosas, una más promiscua que la otra, por no decir una palabra como ninfómanas, que es fuerte… también hay otra, muy apropiada, que empieza con p, pero no la voy a decir, por respeto a las mujeres, que son seres inferiores, y de esas cosas con ellas no se habla, hay que respetarlas.
De los musulmanes muy ortodoxos, como los talibanes, no se puede hablar con absoluta seguridad de que sean machistas, porque no se sabe que persona esconden detrás del burka, a eso que ellos dicen que son sus mujeres…yo solo creo en lo que puedo ver, tocar, oler, pesar, medir, o sea comprobar. Y no te dejan ver si tienen una mujer o lo que sea, debajo del burka.
Los judíos son machistas. No hay rabinas… todos rabinos…Los budistas tienen sacerdotes todos machos… el descendiente de Buda, macho… no entremos a preguntar porque viven sin mujeres… bueno… macho es una definición de género, no de tendencias sexuales. Y viven todos juntitos, y por algo Kun Fu, el de la Serie de TV, se fue del templo Shaolín, para recorrer el mundo. Porque yo vi el primer capítulo, que lo eliminaron los de la censura de Hollywood… fue a recorrer prostíbulos… desesperado estaba… con semejante estado físico, semejante atleta, y ni una teta, valga la rima fácil…
Los aztecas, machistas, las mujeres sólo servían para sacrificarlas, y las sacrificaban vírgenes… eso sí, un desperdicio, pero machismo a la enésima potencia…Los pieles rojas, machistas, las tribus sudamericanas, machistas, las africanas machistas, las culturas de Oceanía, machistas… Se salen de la regla los hindúes, pero esos… mejor no hablar, si hasta se creen que las vacas son sagradas…Si habláramos de los toros, más o menos está bien… pero las vacas son hembras…
O sea, que las religiones, y las culturas, por lo general, digamos 999,999 %, son machistas.
¿Qué es un hombre…? Un homínido descendiente de los chimpancés, al 99,4 %. ¿Qué son los chimpancés…? Machistas… Solo el macho más fuerte, bravo, agresivo, el alfa, tiene derecho de acoplarse con las hembras… los otros mojan la galletita, a escondidas, cuando el alfa no mira, y las hembras hacen la vista gorda… porque son machistas… les gustan los machos…
Pero, OH, horror… alguien inventó el feminismo, a fines del siglo XVIII, cuando la gente comenzó a percibir que las mujeres también se pueden considerar personas. Claro, sin derecho al voto. Porque no pueden pensar. ¿Qué pasó con las primeras feministas? Las trataron de idiotas, marimachos, locas y unas cuantas verdades más. Usted dirá:-Los hombres, claro… -no las demás mujeres. Los hombres se mataban de risa de semejante ingenuidad…-Me contaron un chiste genial… una mujer cree valer igual a un hombre, y tener los mismos derechos –era el chiste más contado entre los varones machistas. Porque feministas no había, si hubiera asomado la nariz alguno, lo hubieran tratado de gay… y eso era bravo antes. Incluso cárcel, de mínima. Y los derechos de la mujer aparecieron en algunas culturas, sobre todo en la musulmana… gracias a los talibanes, tienen derecho a no estudiar, que es aburrido, a no trabajar, que es peor, a no tener que ir de shopping, que sale caro, a no tomar decisiones, que trae responsabilidades… o sea gracias al machismo, viven un mundo feliz. Ni siquiera tienen que ir a la guerra.
Resumo… el machismo es perfecto… Las mujeres son solo seres inferiores, que sirven para procrear, para goce de los machos, para cuidad la casa y los niños, y para trabajar cobrando menos que un hombre, y así permitir el crecimiento económico de las empresas y del sistema económico mundial, machista.
Y si duda, lea toda la Biblia, el Corán y el Tora, y trate de encontrar un parrafito siquiera, que diga que ellas tiene los mismos derechos que nosotros…Y son los libros sagrados más importantes del mundo.
O sea el machismo puro, inmaculado, acendrado, es perfecto, justo, natural y sagrado…
Claro… pero a veces me queda un poquito de duda, porque los hombres somos los reyes de la creación, pero salimos de adentro de una mujer… o sea que somos como si fuéramos un producto de una fábrica… Y eso me provoca una pregunta… ¿Puede un producto de una fábrica, ser mucho mejor que toda la fábrica, y valer más que la fábrica misma…? Voy a dar un ejemplo… La fábrica Fiat, que de paso, era del Vaticano, y que vale miles de millones de euros, fabrica trenes, locomotoras, aviones, barcos… ¿vale menos que un simple Fiat 600, o menos, que un Fiat Topolino, un auto mínimo antiguo, insignificante…? Pero no… Esto es una pavada, eso lo decía mi madre… y era una mujer… Las mujeres son seres inferiores… Por algo la Santa Iglesia Católica no deja que ellas bauticen, confiesen o casen a la gente, aunque sean monjas… tampoco pueden ser cardenales, para elegir que Papa quieren… Y ni hablemos de ser Papa… Ellas están solo para rezar… Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que todos juntos son un hombre, saben lo que hacen. Que viva el machismo…
¿Me parece que me esto contradiciendo y hablando gilipolladas...? ¿Usted cree que su mamá es un ser inferior...? Me parece que estoy diciendo demasiadas pavadas... ¿Usted que opina...?
Amen y amén.