Esta es una parte de un libro histórico que escribí, ya hace tiempo, y ya publicado y solo quiero explicar que es la guerra... que le sea leve. no es humor, sino todo lo contrario...
LA GUERRERA Y LA GUERRA
MARTINA CHAPANAY
MÍNIMA EXPLICACIÓN PARA TRATAR DE TRASLUCIR LA VIDA DE UNA MUJER INEFABLE, PERO GRANDIOSA
Esta es la narración de la biografía de una mujer muy especial, demasiado valiente tal vez, al menos mucho más de lo conveniente, inmersa en un momento belicoso de nuestra historia, que como todos los instantes de las guerras, es demasiado absurdo, demasiado esquizofrénico, demasiado bestial, solo similar al círculo más bajo del infierno que describe Dante Alighieri en su libro “La divina comedia”. Es la historia de una gran mujer, que vivió y sufrió demasiado, en épocas absurdas, terribles, en realidad diabólicas, de guerras infinitas y catastróficas entre hermanos argentinos.
Ella era de origen muy humilde, mestiza, y pese a estos excluyentes inconvenientes sociales, estuvo al lado de hombres poderosos, brillantes
-¿Cuántos muertos has visto en toda tu vida? Puedes contar los parientes y conocidos a quienes has visto en un velorio. Incluye también a algunos accidentados que pudiste haber mirado, en algún lugar, donde estuviste por casualidad. ¿Contamos cincuenta, exageramos, cien... algo más? Hablo contigo, excluyendo a los médicos, los policías, o los bomberos, que ellos sí pudieron ver muchos muertos. Incluso en terribles situaciones de dolor, viendo agonías, cuerpos mutilados, incluso muy destrozados, degollados, cabezas separadas de un cuerpo ya inexistente, brazos y piernas cercenadas, gritos escalofriantes de miles de hombres en agonía, todos aullando su dolor al mismo tiempo, como si fuera un coro del infierno. Pero si alguien pertenece a alguna de esas profesiones, tampoco nunca podrá comprender lo que te voy a contar.
Y si eres es una persona que vivió más o menos tranquila, en una ciudad, o en el campo, en un hogar digamos normal, y no has presenciado nunca lo que es la guerra, ni sueñes con llegar a entender lo que yo vi y sufrí mil veces. Como mucho, habrás visto algunas peleas, donde alguien terminó muy mal herido, o murió. También pudiste ser víctima de unos bandoleros, o de algunos hombres brutales.
Bien, yo vi tantos muertos, que no los podría contar. Incluso vi algo mucho más terrible que ver a alguien a quien amas muriendo en una cama, o en un accidente...
Vi, como si fueran las más espantosa pesadillas que se puedan tener en el infierno, en el preciso instante en que personas eran asesinadas. Eso debe ser lo más, terrorífico escalofriante y enloquecedor que se puede presenciar. Eso es lo más cercano a creer que estás en el último infierno. En realidad, es estar en el infierno. Es dudar de Dios. Es entender lo poco que puede valer una vida, cuando está enfrentada a alguien con un arma en la mano, dispuesto a matar, aunque le cueste la vida. Por más esfuerzo que hagas con tu imaginación, aunque te lo cuenten, o lo hayas leído en un libro, como hacen esos que saben leer libros, nadie puede entender lo que es ver correr la sangre entre los pastos, entre la tierra, o cayendo al agua de un río, haciendo parecer a su agua, roja. Y estás bañado tu mismo en sangre de otros, la de tus enemigos, incluso la de tus amigos. Y también puede ser la tuya propia la que se derrama, bañándote y tiñéndote. Y además escuchas los gritos de dolor, de furor, de odio, de pavor, de terror infinito. Sientes un espanto tan inmenso, tan grande como todas las estrellas que ves en el cielo una noche sin luna. Porque cuando te enfrentas a la muerte, tuya o la de otro, en el fondo de tus tripas, tienes pánico, y sientes el pavor del otro, y el de todos los que te rodean, amigos y enemigos, como si fuera una lluvia de inmensas gotas de fuego, que te queman el alma y las tripas.
El olor a la sangre recién derramada, no se te escapa más de la memoria. Es algo fétido, pestilente, maldito, que te persigue como lo hace tu sombra. Y lo sigue haciendo también cuando duermes, cuando sueñas, y cuando no quieres recordarlo. Y para peor de males, sí quieres no pensar en eso, más te invade, penetra y ataca tus pensamientos, incluso los agradables, como lo harían moscas embrujadas, en las osamentas, para dejar sus malditas larvas, para que devoren los sueños amables que puedas llegar a tener. Ese olor se te pega en la piel, y aunque te bañes en mil ríos y arroyos y vertientes, sigue alrededor de ti, como si fuera otra piel, como la que se sacan de encima las víboras. Pero que tú no puedes quitártela... Ya forma parte de tu alma. Y te estoy hablando de ver matar a una sola persona, en una pelea franca, entre dos hombres valientes, pero repletos, locos de odio. O en un simple y común asesinato de unos bandoleros, a un hombre al que van a quitarle no solo sus bienes, sino todo, su vida. Y todo este horror también vale aunque la víctima no muera, porque si queda herida, sus gritos de dolor, y su mirada desesperada, puede ser mucho peor que ver su muerte. Porque morir, desde que tienes conciencia de lo que es la vida, ya sabes que vas a morir, tarde o temprano, joven o viejo, sano, por un accidente o un crimen, o enfermo, por un mal incurable... Pero más miedo le tenemos al dolor, a sufrir una agonía lenta y muy larga. O algo aún más horrendo, sufrir todo eso, pero sabiendo que vas a quedar deformado, destrozado, con un brazo o una pierna menos, tu rostro transformado en una máscara de Mandinga, desmembrado, fragmentado por la metralla, las balas, un sable o una lanza. O todo eso junto. O puedes quedar ciego o sordo, por el retumbar de los cañones y los fusiles al lado de tus oídos. Se te pega también, para la eternidad horrorosa, perversa, satánica en que se convierte tu vida, el olor al miedo, al sudor helado que explota en la piel del que va a morir.
Te estoy hablando de estar en la guerra, en una batalla, pero en realidad no telo puedo explicar con palabras. Ellas siempre se quedan cortas cuando cuentas la realidad de los sentimientos profundos. Es como que no puedes imaginar como es de inmenso el cielo, y ni puedes medir como eres tú de pequeño, comparado con la cordillera, porque jamás la puedes ver entera. A lo más, puedes ver algunas montañas, pero no toda la cordillera infinita, y menos toda, al mismo tiempo. Y yo vi una gran parte de ella, pero me contaron quienes viajaron mucho, que es mil veces más grande, más larga de lo que puedes imaginar, si es que eres muy sabio. Bueno, todo eso de no entender el tamaño del cielo, o de las montañas, trata de imaginar como es el horror de estar en medio de una batalla. Donde miles de hombres, fuertes, la mayoría muy jóvenes, hasta niños, armados hasta los dientes, se están matando desesperados, contra otros muchos miles, también desesperados de espanto, de pánico. Agrégale a eso, los gritos enloquecidos, estentóreos, de los hombres, de los que se hablan con alaridos, para comunicarse de cómo deben luchar. Agrégale a eso, los desgarradores gritos de dolor y desesperación de los heridos. Imagina sus inútiles pedidos de ayuda, porque en medio de La batalla, nadie los socorre. Y sigue sumando el ruido de los sables, entrechocando con otros sables, o con lanzas, o con cuchillos. ¿Ya te comienzas a asustar, verdad? Bueno, te faltan los truenos incesantes y malditos de los fusiles y las tercerolas. ¿Ya te corre algo frío por la espalda, no? Y te está faltando imaginar el estruendo que nadie puede imaginar, de los brutales, inmensos cañones, cuando apuntan para donde tú estás. Ahora agrégale al ruido de los malditos cañones, los desastres inimaginables que hacen en los cuerpos, no solo de los hombres, sino también de los caballos. Trata de oír los relinchos de las pobres bestias, que están heridas y sin entender que les pasa. Pero los infelices animales, están sintiendo el espantoso dolor de sus cuerpos destrozados por la metralla, las bayonetas o las lanzas, tratando de incorporarse, pese a sus patas quebradas o a una inmensa hemorragia, que les roba muy rápido la vida. Algunos están caídos entre pilas de muertos y heridos, incluso puede ser el de su jinete, que tal vez ya esta en el país de la muerte, o en el otro más terrible, el de las heridas muy graves, de esas que luego los degolladores de los vencedores de la batalla, deberán matar, a los soldados a cuchillo, a los oficiales de un balazo, pues ya no tiene remedio ni posibilidades. Y luego piensa en ver trozos de cuerpos por todos lados, como manos, brazos, y también cabezas degolladas, sesos humanos y animales desparramados por todos lados. Piensa en todo lo que te estoy narrando... Trata de verlo con los ojos del alma, y de tu corazón. Si es que tú has estado presente ante el espanto de una pelea a muerte, o un asesinato premeditado, ni sueñes con entender nada, sobre la base de tu experiencia. Eso de lo cual pudiste ser testigo, duró unos segundos, o unos minutos, a lo mejor un muy terrible rato largo.
Ahora trata de entender eso, mil veces más inmenso, y que pueda durar muchas horas, quince, veinte, y luego puede seguir al día siguiente, y luego al otro... y durante meses, años y más cinco años, diez... Y me falta decir como luego de las batallas, debes perseguir a los enemigos que perdieron, para tomarlos prisioneros, o más aún, para aniquilarlos. Porque en tu corazón sabes que si no lo haces ahora, ellos podrán aniquilarte a ti, en ese momento, o luego, en otra batalla,... O mucho peor, eres tú el que es perseguido, porque el ejército o la montonera a la cual perteneces, ha sido derrotada, y quieren hacer de ti, comida para los perros cimarrones, los caranchos y los gusanos, y de tu sangre, abono para la tierra.
Nuestra querida tierra, está demasiado regada con sangre, carne y huesos de hombres que se mataron por ideales. O peor, por algo que no entendían, pues habían sido llevados a la guerra obligados por los dueños de las vidas de los demás, los poderosos. Incluso por los que luchaban por un ideal, pero no les quedaba otra solución, en su conciencia y en sus creencias idealistas, que obligar a otros hombres, a pelear por la causa que creían justa. Y si eres un poco afortunado, serás prisionero de guerra, y torturado para que reveles secretos militares, o como simple venganza o diversión perversa, de mentes locas, y más locas aún, como enloquecen todos luego de bañarse en las aguas de los ríos de sangre de las batallas. ¿Te sientes mal, verdad? Bien, ahora piensa en que viste morir a muchos de tus compañeros de lucha, algunos muy amigos tuyos, incluso amados por ti. Y que atrás pudiste haber dejado a otros muchos heridos, o también prisioneros torturados, y luego fusilados, degollados o muertos de hambre y también de miedo. También debes saber que los generales no suelen gastar en la guerra, la comida que incluso les suele faltar a sus propios soldados, cuando no a los mismos oficiales. Y mucho menos los remedios. Agrégale a todo esto, el odio natural que se siente por quien mató a nuestros amigos y camaradas, y pudo habernos matado a nosotros, de haber tenido la oportunidad o lo hubiera acompañado la voluntad de Dios. Porque el terror mata, destruye, tarde o temprano, como destruye la desesperanza, la desilusión de haber peleado, arriesgado tu pobre vida, por una causa que luego fue traicionada. Bueno, todo esto que te estoy diciendo en estos pocos minutos, extiéndelo en tu alma, y en tu cuerpo, por muchos años, y también por el resto de tu vida, sabiendo que jamás podrás sacarte toda esa podredumbre de tu memoria, de tu angustia... Incluso de sentir pena de haber tú sobrevivido, soportando el eterno dolor de haber visto y sufrido la muerte de tus amigos, y hasta la vergüenza, el remordimiento y la culpa de no haber muerto tú, para acabar al menos el dolor de esta vida horrenda que deberás soportar hasta el inescrutable día de tu muerte. Y no sabes a ciencia cierta, que pasará en el más allá, cuando debas rendirle cuentas a tu Dios. Bueno, todo eso lo llevo yo en el alma, y como puedes ver en mi rostro, y en mi piel, lo llevo conmigo para toda la eternidad, que ahora es mi vida. No sé si el Señor, allá en el cielo, podrá perdonarme tanta violencia, tanta saña, tanta desobediencia a sus leyes de amor, que debí tener siempre en mi corazón, y las que cosas de esta vida maldita de bandolera y montonera, me obligaron a fallarle, más allá de mis deseos naturales. Bueno, todo eso es la guerra y mis palabras jamás pueden hacerte entender bien lo que es la guerra, si nunca la vieron tus ojos. Y ojalá jamás la veas.